Por Marcos Salgado
Puerto Príncipe
Quince días después del terremoto que terminó de devastar la siempre devastada Haití , el aeropuerto de Puerto Príncipe mostraba su playa de operación de aeronaves totalmente vacía. Una imagen inédita en estos días de llegadas incesantes de ayuda. De cualquier forma, los vuelos siguen, la soledad del mediodía cambió luego con la llegada de un gigante carguero ruso fletado por una empresa francesa. Llegó enseguida un avión de carga panameño y después, otro gigante transporte de los marines estadounidenses. El panorama contrasta con las primeras jornadas tras el terremoto, donde se realizaban más de 100 operaciones diarias de despegue y aterrizaje. ¿Se acabó la solidaridad?
Si así fuera, sería más que preocupante. Es que la ayuda apenas llegó a algunas zonas y sigue distribuyéndose con muchas dificultades en los campamentos de sin techo del centro de Puerto Príncipe. Unos camiones blancos donde a veces pasan escombros, se usan también para transportar comida, dos de ellos se pararon este mediodía frente al palacio presidencial y comenzaron a arrojar cajas de cartón con bolsas de arroz marca “Lolita” (importado de Estados Unidos) y frijoles (o porotos) argentinos marca “Jujuy”.
Las arrojaban desde el camión, custodiado por los cascos azules de las Naciones Unidas. Mujeres con niños pequeños, que comen muy mal, en un entorno de hacinamiento y falta de higiene ideal para cualquier epidemia, veían desde la vereda como los jóvenes se llevaban los sacos completos. Si alguna se rompía, ahí sí actuaban los más pequeños, juntando con las manos y corriendo hacia el interior del campamento.
La tensión provocada por la inoperancia de Naciones Unidas la resuelven los cascos azules, a palazos limpios y algunos disparos al aire que asustan a los ya aterrados desplazados. Apartan a los que están cerca del camión, empujan a algunos periodistas y se van, haciendo sonar sirenas ensordecedoras. Atrás, dejan tierra arrasada: el amasijo de cajas de cartón del arroz y los frijoles se mezclan con el agua estancada, mezclada con mil olores de orín, basura y mierda, donde los niñitos hace tres minutos atrás terminaban de recoger del piso el arroz yanqui y los porotos argentos.
En otras zonas de la ciudad, hay cuatro o cinco horas de cola para obtener una ración de manos de marines de los Estados Unidos. Y nunca alcanza. Siempre hay centenares que se quedan sin nada.
Este desorden organizativo, que esconde también un profundo desdén a la integridad humana y una clara distinción de clase (nosotros repartimos la ayuda de los ricos a ustedes los pobres) se completa con una casi total ausencia de lo que queda del Estado haitiano en las calles, y una todavía evidente desorientación sobre cómo pasar a la etapa de la construcción de la ciudad y su urgencia más evidente: salubridad y dignidad para las más de 600 mil personas que quedaron en la calle.
En algunas radios de Puerto Príncipe, a medida que pasa el impacto inicial, se retoman los discursos clasistas. Parece que el problema del terremoto no es tener que llorar a más de 150 mil personas, o los 300 mil heridos, muchos de ellos con secuelas permanentes, o los centenares de cadáveres que aún quedan por recoger bajo las más de 60 mil casas y edificios que colapsaron.
El problema es que los pobres de siempre y los pobres nuevos, pobres de toda pobreza, sin techo y sin trabajo, no pueden estar en los parques y las plazas cercanas al Palacio Presidencial. Por eso, ya con ningún disimulo, se habla de reubicarlos “en el campo”, lejos de los burgueses citadinos de Puerto Príncipe, o de lo que queda de ellos, también en alguna medida sepultados bajos los escombros.
Sacar a los sin techo de la ciudad es imposible. Cualquier intento en ese sentido será corregido por la vida y la lógica de la miseria. Los pobres volverán del campo a la ciudad a vender lo que pueden, o a conseguir algo que hacer cada día para comer. ¿Alguien puede imaginarse un ejército de centenares de miles viviendo sólo de la caridad internacional? ¿Por cuánto tiempo?
Haití no se debe reconstruir, se debe construir. Con soberanía alimentaria, trabajo digno y organización comunal. ¿Puede quedar eso en manos del gobierno de René Preval? Claramente no. A pesar de algunos acercamientos de ocasión a iniciativas integradoras en el continente, como Petrocaribe, en lo esencial sus políticas de los últimos cuatro años de gobierno no han modificado la herencia anterior del interinato neoconservador de Alexandre Boniface y de los encorsetados intentos redistributivos de Jean Bertrand Aristide.
Una ministra haitiana, el lunes, visitó el aeropuerto “administrado” por Estados Unidos para coordinar acciones de solidaridad de otros países caribeños. Su charla con funcionarios diplomáticos se extendió por más de media hora, lapso en el que el chofer de la funcionaria mantuvo encendido el vehículo de doble tracción, para conservar el aire acondicionado en la cabina. En Puerto Príncipe escasea el combustible desde el terremoto y el calor es intensísimo durante el día, especialmente en los campamentos de sin techo. En el vehículo de la ministra, no.
CNN emite un informe donde puede verse un supermercado en Puerto Príncipe que reabrió sus puertas y muestran también algunos vendedores en las calles. Una especie de vuelta a la normalidad. Aunque, claro, el supermercado está en Petionville, la zona rica de la ciudad.
En el mercado pobre, junto al puerto, también volvieron los vendedores. Ofrecen repollos de lechuga apilados junto a montañas de basura, atacadas por enormes cerdos.
La lógica del sistema desigual que puso Haití donde estaba antes del terremoto y le hizo pagar aún más caras las consecuencias del sismo, va surgiendo con claridad quince días después del desastre. ¿Cuándo se dará por terminada la reconstrucción de Haití? ¿Cuándo todos los habitantes de las zonas afectadas puedan vivir con dignidad y trabajo? ¿O simplemente cuando los ricos y los poderosos puedan volver a su burbuja de buena vida?
jueves, 28 de enero de 2010
domingo, 24 de enero de 2010
Las cifras inabarcables
Marcos Salgado
Puerto Príncipe/Haití
Diez días después del terremoto el gobierno haitiano en un esfuerzo por mostrarse activo y al frente de la organización nacional tras el desastre, dio a conocer su cuenta de víctimas fatales y heridos de terremoto. El número es, se entiende, provisorio y necesariamente inexacto, pero ubica al terremoto del 13 de enero de 2010 como el más mortífero de todos los tiempos en el continente americano.
Ciento once mil 499 muertos. Un número complicado y que parece “dibujado” para dar una sensación de exactitud milimétrica que es sencillamente imposible en este caos. Es la cifra que entregó el gobierno de Haití, según el recuento de cadáveres enterrados en fosas comunes al día viernes 22. Enseguida, la ministra de Comunicación aclaró que es un número provisorio ya que seguían apareciendo cadáveres bajo los escombros, por lo que la cifra podría superar con mucha facilidad en el próximo recuento, los 150 mil.
Parece una cifra conservadora. Por un lado, la cuenta del gobierno no toma en cuenta a aquellos que fueron enterrados por sus propios familiares, y las funerarias en Puerto Príncipe atienden de 9 a 6 de la tarde, y no dan abasto. Tampoco cuenta a los que están aún debajo de los escombros. Los bomberos de Venezuela trabajaron los últimos tres días en una fábrica de ropa donde murieron, por lo menos, 300 personas. El terremoto sorprendió a los operarios de la maquila haciendo horas extras y a decenas que buscaban trabajo y llenaban solicitudes en un gran salón cuyo techo se desplomó completo. Hasta ahora, sólo extrajeron unos 100 cadáveres, restan muchos más.
Después, en amplias zonas de la ciudad las máquinas para remover escombros no pueden ni podrán entrar nunca. Son cerros intrincados sin calles asfaltadas. Caminando en ese laberinto, los vecinos se acercan a avisar que aquí, allá, más allá y más acá y un poco más allá también, hay muertos debajo de pesadas lozas.
La plaza frente a la Catedral -donde el sábado 23 se veló en pomposas exequias al obispo de Puerto Príncipe- es un amasijo de maderas, que se extiende a las calles, los edificios en pie están desolados, otros, fueron saqueados. Allí la policía de Haití se enfrenta casi todas las tardes con grupos de jóvenes que rechazan a los periodistas y se muestran decididamente hostiles. Por allí no pasan los marines, ni los cascos azules.
Allí no se removieron escombros. Son cuadras completas casi totalmente destruidas donde cada piedra está donde la dejó el terremoto. Un joven avisa: “aquí había un mercado, había señoras vendiendo, están ahí debajo, nadie vino aquí”. La cifra crecerá, y mucho. De cualquier forma, allí donde está ubicado el caprichoso contador del gobierno de un semienmudecido René Preval, el terremoto de Haití es el desastre natural más luctuoso del que se tenga memoria en la historia de América.
Si con cifras se puede dimensionar el desastre, estas son las que hablan de lo que se viene, más de 600.000 personas viven en parques y plazas y decenas de lugares abiertos de la ciudad. Son amasijos de carpas, toldos, telas, colchones en donde, de a poco, comienzan a verse algunas carpas mejor armadas, azules, provistas por las Naciones Unidas.
Aunque el gobierno aún no habla de la reconstrucción y ni siquiera aclara cuáles serán los primeros pasos, en las radios y en la calle dicen que el primer paso será desalojar los parques y las plazas del centro y mandar “al campo” a los sin techo.
Pero allí nadie se mueve ni medio metro. Por el contrario, ya arman casas algo más sólidas, maderas, cartón y zinc reemplazan al cartón. Naciones Unidas admiten que aún no consiguieron el número suficiente de carpas ni se puede comenzar aún a armar la infraestructura de las nuevas ciudades “provisorias”. No hay mucho tiempo, en mayo comienza la temporada de lluvias y llueve mucho, todas las tardes.
La otra cifra oficial del drama también es monumental: casi 194 mil heridos. Hay miles de amputados. Es que la asistencia llegó varios después, cuando las heridas ya estaban gangrenadas. En el hospital de la Renacencia, los médicos cubanos intentan salvar brazos y piernas, no siempre lo logran.
A diez días del terremoto, todavía se ve llegar a los hospitales de campaña a personas con fracturas entablilladas con cartones, pies a puntos de explotar de la hinchazón o extensas cortaduras que se ponen blancas y rosas en fuerte contraste con la piel negrísima.
Mientras Naciones Unidas dio por terminadas las tareas de búsqueda de sobrevivientes, el gobierno aclaró que ellos seguirán buscando. Dependen por entero de la asistencia internacional. El viernes, un joven de 22 años que quedó atrapado en una habitación que se hundió durante el primer sismo fue hallado por su madre y rescatistas israelíes lo extrajeron con poco esfuerzo.
El sábado 23, otro joven de 24 años apareció vivo en las ruinas de un hotel. Esta vez fueron los franceses los que lo hallaron. Son cada vez menos casos, según reportes no del todo confirmados, son casi 200 los rescatados con vida dentro de los escombros. Hablando de cifras parece demasiado poco, para una ciudad que convive todavía, aquí y allá, con el dolor y el olor de la muerte.
viernes, 22 de enero de 2010
Marines en Puerto Príncipe
Marcos Salgado
Puerto Príncipe/Haití
No es la primera vez que los habitantes de Puerto Príncipe ven marines de Estados Unidos desplegados en las calles. Alguna vez fue para cambiar presidentes, ahora, con supuestos objetivos “humanitarios”, pero una cosa es clara: la presencia de los marines en Haití -como ayer- no será gratuita. Y es más política que humanitaria.
Hasta el martes, se los veía sólo en el aeropuerto. El miércoles, comenzaron a marchar por algunas calles y desalojaron a los periodistas que montaron sus cuarteles en el aeropuerto. El jueves, operaron helicópteros de combate en el mismo jardín de la derruida casa de gobierno. En la misma foto todo: la debilidad de las instituciones haitianas y la fortaleza del guerrero llegado de afuera.
Colgado en las rejas del Palacio, Jeremy observaba los grandes helicópteros como si fuera una función de cine. “Parece una serie de televisión y yo ya no tengo una”, explica. Muchos, como él, ven a los marines como una atracción. Esa presencia no les preocupa, tienen problemas más urgentes. Comer, conseguir agua, ubicar a los familiares con paradero desconocido, bregar porque algún grupo internacional llegue a ubicar a sus seres queridos bajo los escombros.
Otros sí, se indignan, repiten que les gustaría que los Estados Unidos ayude con comida y alimentos y médicos y no con tropas. El general Daniel Allyn, jefe de las Fuerzas de Estados Unidos en Haití comentó: "Trabajamos con el Gobierno de Haití. Tenemos códigos militares, pero es una misión humanitaria". “Códigos militares” se traduce en: fusiles livianos y pesados, vehículos artillados y despliegue militar creciente. Lento, pero creciente.
Los marines controlan el hospital lindante con la casa de Gobierno, allí no permitieron el ingreso de familiares de pacientes y de un equipo de prensa de Venezolana de Televisión. Controlan también, discretamente, todo el perímetro del Palacio Presidencial y han limpiado totalmente una calle trasera del Palacio repleta hasta el jueves de escombros para comenzar a instalar tropas en el centro de la ciudad sin que tengan que ir y volver al aeropuerto, donde tienen montada su gran base de operaciones.
Es verdad que, también, los helicópteros sirven para trasladar ayuda y médicos. Los oficina de prensa de los marines en el aeropuerto se empeñan en mostrarlo todo el tiempo a la prensa e incluso ofrecen volar con ellos. Están controlando tres puntos de distribución de alimentos en las afueras de Puerto Príncipe donde la entrega se hace con relativa calma.
El general Allyn declaró el jueves que la situación general es de calma y que los saqueos y enfrentamientos de pobladores con la prensa local son “esporádicos”. En realidad, esa fue la situación siempre, desde los días posteriores al terremoto principal. La desorientación y conmoción inicial, el caminar entre muertos de los sobrevivientes se convirtió luego en una calma amarga que -sin embargo- la prensa internacional se empeñó en presentar como “descontrol y caos”.
Claro, había que justificar el envío de más marines. Ahora que ya están, vuelve la “calma” que -lo verificamos aquí- nunca se había perdido.
¿Los marines se mueven con libertad en Puerto Príncipe? Sí, con total libertad. ¿Llegaron para quedarse? Es más dificil decirlo. Por ahora, aunque no la reemplazan han ganado terreno ante la Misión de las Naciones Unidas en Haití. ¿Terminarán reemplazándola? Serán la fuerza de seguridad de la preocupada, asustada y mínima burguesía haitiana? Es difícil predecir, y no es el momento. Terminando este reporte vuelve a temblar. Como anoche, y como ayer, dos veces. Cada temblor es más miedo en la población que, ya atendida al menos mínimamente en algunas necesidades sólo espera.
jueves, 21 de enero de 2010
Otro temblor, los mismos miedos
Marcos Salgado
Haití
Puerto Príncipe amaneció en pánico. Otro temblor, bien fuerte, cuando amanecía el día 8 tras el terremoto que devastó la ciudad, renovó los miedos de una sociedad que no para de sufrir. El manual del sismólogo dice que las réplicas de los terremotos por lo general se separan cada vez más en el tiempo, y son cada vez menos intensas. En Haití no. La nueva réplica fue de 6,1 y llegó luego de cuatro días sin temblores evidentes.
Los primeros periodistas que llegaron a Haití con los que compartimos campamento, certificaron que la réplica de este miércoles fue la más intensa y extendida de todas. Así debe ser, porque varios edificios de Puerto Príncipe terminaron de colapsar. Las paredes laterales de la Catedral, uno de los edificios más altos de esta ciudad baja, cayeron y también parte de un campanario que, ya lo habíamos visto, pendía de un hilo. El Palacio Presidencial se hundió aún más y algunas casas del centro terminaron de colapsar. Es difícil determinar cuáles, este cronista no podría adivinarlo, pero más cadáveres aparecieron en las calles y, a todas luces, eran “nuevos”.
Pero si es difícil detectar desastre nuevo en el gran desastre, no es nada complicado percibir lo que el nuevo temblor causó en los haitianos: más miedo. Volvieron las miradas extraviadas a Puerto Príncipe, cientos caminando a ninguna parte y cientos caminando, ellos sí, con un objetivo claro: salir de la ciudad trampa, salir de la ciudad en ruinas que tiembla y tiembla.
Salir, sí. Pero no muy lejos. Los haitianos no pueden viajar a ningún país del mundo sin visa. Ni siquiera pasar la única frontera terrestre, con República Dominicana. Y si alguien se le ocurriese lanzarse al mar, no llegarían muy lejos: un barco de guerra estadounidense los espera en la misma bahía de la ciudad. Mas lejos hay un portaaviones, que no se distingue tras la niebla tozuda de la bahía.
Es que la jefa de la política exterior estadounidense, Hillary Clinton, dice que patrullan las aguas para eso, para evitar salidas masivas, mientras su esposo, el ex presidente Bill Clinton, recorre Puerto Príncipe con cara de circunstancia.
Marines aquí y allá
Con el nuevo temblor, además del miedo florecieron más marines en las calles. Antes se limitaban al aeropuerto, luego se los veía acompañar discretamente a los rescatistas estadounidenses y alemanes pero en las últimas horas se los vió proliferar en las calles con sus propios vehículos, ocupando puntos altos de la ciudad, como la explanada de la catedral, donde un marine de apellido y tez latina se empeñaba en hablar en inglés con este cronista.
“Estamos aquí para colaborar con la ayuda a este país”, aseguró el militar divertido en el juego de no usar su lengua materna para dialogar con otro latino como él. “¿Y para ayudar hacen falta estas armas?”, le preguntamos, señalando la ametralladora liviana que portaba. No contestó. Levantó su pulgar y se fue. La población, en tanto, los mira con desconfianza y los crítica si el cronista pregunta que opinan de esa presencia. Pero no los rechaza activamente. Es que los haitianos que se mueven por las calles, con lo puesto como capital y sin rumbo fijo, transitan por la ciudad como si ellos también fueran espectadores.
Cuando despiertan del sueño y entienden que están ante la más cruda realidad, más cruda que antes, igual de real, juntan metales y lo que se pueda vender o sirva para hacer casillas. Jeremy tiene su casilla avanzada en la plaza frente al amasijo de piedras que era el Palacio de Justicia. Ya tiene cartones unidos con cuerdas, unos caños de plástico como vigas y cuatro chapas de zinc que consiguió en las ruinas del ministerio de Economía. Es la casilla mejor armada de toda la plaza. Le preguntamos si piensa quedarse allí mucho tiempo. Dice que sí, que será mucho, mucho tiempo. Y estira la uuuuu. Y casi que sonríe, casi.
La vida por una carpa
La increíble tranquilidad de los nuevos habitantes del parque frente al Palacio Presidencial se vio alterada por corridas frente al edificio central de la Policía. Dos personas salen corriendo con sendas carpas estructurales y atrás tres policías, apenas demorados por una lluvia de piedras y botellas se disponen a disparar sus armas largas. No lo hacen cuando se cruzan dos equipos de televisión, uno venezolano y otro español, que los apuntan -ellos también- con sus cámaras.
Después, furiosos -por primera vez los vemos furiosos- nos explican que la Policía tiene carpas para repartir y no lo hace, por el contrario, las instalan en sus propios jardines y -aseguran- también las venden.
Termina otro día en la ciudad de la furia. La de los marines “solidarios”, las de los temblores del miedo renovado, la de las calles fantasmas en la noche... suenan disparos, ráfagas repetidas más cerca o más lejos en la noche de Puerto Príncipe. Hora de dormir.
martes, 19 de enero de 2010
De poco a nada
Marcos Salgado
Haití/Puerto Príncipe
Foto:José Lobo
Los haitianos, se sabe, siempre tuvieron poco, muy poco. Casi nada. Al menos la inmensa mayoría de los más de 9 millones de habitantes de esta tierra caliente y negra. Negrísima, casi violeta. Es el color de los torsos que se echan el poco de agua que consiguen por ahí para refrescarse al menos unos minutos bajo el sol abrasador del mediodía en Puerto Príncipe.
Las mujeres se desnudan sin pudor y se bañan ahí nomás, en la vereda. ¿Qué pudor a la desnudez puede tener el que se sabe, más allá de tal o cual harapo, desnudo? Betsí tiene no más de 16 años, tal vez menos, pero en sus ojos hay amargura de adulto, del ya vivió y vió demasiado. Betsí es una de las dos hermanas que logró escapar de la trampa mortal en que se convirtió su casa de siempre en un barrio cercano a los parques que rodean al también derruído Palacio Presidencial.
La abuela de Betsí no pudo salir a tiempo y de la madre no saben nada. Pero no lloran, no. Sólo se sientan a esperar. No tienen nada más que hacer. Al final de la tarde, muy cerca de Betsí y su hermana se instala un hombre altísimo con una batería de automóvil, un par de aparatos y cables que encontró por ahí y un enchufe con muchos tomas corrientes: su “servicio” es que los sin techo de la zona carguen la batería de los teléfonos celulares. Betsí conecta el suyo y llama a la madre. No contesta. Una semana después del terremoto, la madre de Betsí no contesta. La mujer-niña lo atribuye a que la telefonía celular que casi no funciona, y allí se queda con su mueca de amargura.
En estos parques cercanos al Palacio Presidencial viven miles. En casi todos los espacios abiertos de la ciudad hay enormes campamentos. Son, se calcula aquí, centenares de miles los que viven en estos amasijos de lonas, plásticos, cartones, piedras, maderas y lo que sirva y se encuentre por ahí. Todo sirve, incluídos los restos de metal que la remoción de escombros va dejando a la luz.
En Petionville, la zona alta y rica adonde los trabajos de rescate comenzaron primero, las palas mecánicas ya terminaron de derruír lo que quedaba en pié de un centro comercial sobre el cual funcionaban oficinas de la ONU, cuatro pisos que se derrumbaron como un castillo de naipes. A veces, cuando la pala rompe una losa, libera el olor de la muerte: levanta cadáveres que deposita a un costado.
Lo mismo ocurre cerca del puerto, en la zona de los mercados, donde casi concluye la remoción de escombros de un ministerio. La brisa de la noche cerca del mar, ese regalo sencillo y esperado tras el calor del día, esta vez lleva el olor inconfundible. La noche huele a muerte en Puerto Príncipe.
Una semana después del terremoto casi nadie pudo volver al trabajo. Los comercios que no se derrumbaron siguen cerrados. No hay escuelas, la mayoría están seriamente afectadas, otras colapsaron y otras jamás volverán a abrir sus puertas. El chofer que me lleva de aquí para allá por calles que recuerdan a Beirut, a la Franja de Gaza, a Bagdad, me cuenta que un día antes del terremoto había pagado por adelantado el semestre de su universidad. Cuando le pregunto cuándo piensa que podrá volver a estudiar, calla. Al rato me pide ayuda, un contacto, alguna relación, un trabajo, algo, que le permita irse de Haití. Es que, explica, no tiene casa, no tiene su universidad... no tiene nada.
“Aquí no hay nada”, me dice, y mira alrededor. Vemos una mujer haciendo pis en la vereda, un niño que mira sin ver, otro que saluda el paso del hombre blanco que lo mira y pide, con mucho respeto, un barbijo, y señala tres metros más allá, donde dos cadáveres siguen allí, bajo el mismo techo gigantesco que los aprisionó para siempre hace una semana.
Desde el sábado no tiembla, o las réplicas ya son casi imperceptibles. Los técnicos dicen que, por lo general, las réplicas van decreciendo y espaciándose luego del evento principal. Dicho así, “evento”, parece leve. Muchos hablan aquí de “el evento”, así, no nombran por su nombre el terremoto que los dejó en la nada, obligados a reconstruir desde cero todo, o marcharse. ¿Adónde?
En República Dominicana, René Preval, presidente de Haití, recordó que la tragedia aquí es anterior al terremoto. Es verdad. El “evento”, sólo la llevó al límite de lo imaginable.
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